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sábado, 17 de julio de 2010

Miopía: Incapacidad de ver lo que no está cerca.
Cortedad de alcance. Escasez de visión.

Voy al ventanal. Miro, por el vidrio, el poste en la calle. Temperatura: 5º Hora 9:05. Me quito los abrigos de dormir y me pongo los de salir. Abro la puerta del apartamento.
Del corredor entra un aire congelante. Cierro y avanzo. Toco el botón del ascensor. Llega, pero lo veo pasar de largo hacia arriba. Lo deben haber llamado del piso diez.
Sonrío. Igual que la vida. Todos podemos pedir lo mismo, pero las cosas siempre van primero a los de arriba.
Regresa de vuelta con un vecino y su perro. El animal de cuatro patas tiene puesto un suéter de lana.
–¡Buen día, vecino!... ¿Todo bien?... –el dueño me saluda.
La pregunta implica una respuesta positiva. Además, es de mala educación quejarse. Y respondo, viendo el perro:
–Siempre bien… con frío… Pero, él va bien abrigadito.
–Claro. –asegura– Hoy en la madrugada había tres grados.
Llegamos a la planta baja y salimos a la galería del frente. Allí se crea un túnel donde corre el viento. Y ahora es polar.
A mi izquierda, delante la peluquería, sobre las baldosas, veo dos largos envoltorios cubiertos con frazadas y plásticos. Son dos pobres que han pasado la noche allí, a la intemperie.
Giro hacia el dueño del perro que se encuentra observando como éste recorre el cuidado pasto y lo abona.
–¿Vio?... –le digo, mordaz– Tenemos nuevos vecinos.
–¿Sí? –pregunta– ¿Cuándo se mudaron?... ¿En que piso?...
–Anoche… en el suelo. –y señalo con mi cara los bultos.
Los mira indiferente y de inmediato voltea su vista hacia la plaza buscando su abrigado perro, mientras afirma molesto:
–Ah, sí… no hay forma de evitarlos… les gusta vivir así.
Hago un gesto indefinido y nada digo. Pienso que es muy difícil que a alguien le agrade vivir de esa forma. Pero, por la convivencia, es mejor no contradecir.
Miro a la derecha. De la panadería en la esquina sale otro vecino. Se le nota feliz. Lleva una bolsa en la mano.
A pocos pasos de él, en la calle, un mendigo hurga en un contenedor de basura. Encuentra un trozo de pan. Lo limpia con sus sucios guantes. Y, sin más, empieza a devorarlo.
–¡Rico desayuno!... –comento cuando llega el de la bolsa.
–¡Gracias!... –responde– Son bizcochos recién horneados.
–Yo digo el de aquel… –y señalo con un gesto al hurgador.
El vecino gira la cabeza. Lo mira. Frunce la cara. Y asevera:
–No lo vi… ¡Como pueden llegar a comer esas porquerías!
Otra vez prefiero responder con una mueca indefinida.
De la plaza llega otro vecino más. Vive en el apartamento frente al mío. El del perro, llama al animal. Entramos todos al edificio. Subimos hablando el baladí tema del tiempo.
El de la bolsa baja en el primer piso. Saluda. Va apurado.
Al llegar a mi piso, el vecino del perro abre la puerta del ascensor. Salimos los que vivimos allí. Y el otro, nos alienta:
–¡Cuídense, vecinos!... Saludos a la familia.
Cierra. El vecino de enfrente queda conmigo. Mantiene su sonrisa formal. Lo miro, esquiva la mirada. Y digo, burlón:
–Tengo ochenta años: No puede tomar alcohol ni comer mucho ni hacer esfuerzos, no me dejan trabajar ni enseñar, si me preguntan es una dirección, si me miran es para darme el asiento... ¡Y aún me dice que me cuide para vivir más!
El vecino ríe forzado. Se despide. Y entra rápido a su casa.
Voy por el frío corredor hacia mi apartamento. Pienso que este vecino no vio la cruel ironía en lo que dije. Que el otro no había visto los vagabundos dormidos a la intemperie. Y el de los bizcochos, tampoco al hurgonero comiendo basura.
Sin embargo, todos, al encontrarse preguntan si el otro se siente bien, y el despedirse envían saludos a los familiares.
O sea, sólo distinguen a los que están cerca. Y comprendo.
Socialmente, los vecinos son miopes…

…ooOoo…
Rosalino Carigo
Bella Vista, Montevideo, Julio 2010

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