Prefiero vivir más un día
La luz del semáforo cambia a verde. Aún así, cruzo la calle mirando en ambos sentidos. Recuerdo un joven intrépido. Ahora, si algo me arrolla será un carrito de barrendero.
Entro a la plaza por la rampa para las sillas de ruedas. Sin embargo, camino. Pero, evito el esfuerzo de subir el cordón. Además, temo tropezar al hacerlo. Los años pesan.
Lo veo debajo un árbol, en medio del pasto. Sentado en el pequeño muro de cemento del reflector que, desde el suelo, alguna época, alumbró las grupas del caballo de la estatua.
No mira hacia la acera donde pasa la gente, sino para la base del monumento. Lee un papel que tiene en sus manos. Y, cada tanto, levanta la vista gesticulando.
Gira la cabeza, se detiene, como observándome. Me acerco a él. Me mira tranquilo, esperando. Y con una voz resignada, triste, llena de lejanía, de tiempo, me dice:
–Creí que ibas a pasar de largo… como otras veces.
Hay cierto tono de reclamo, pero también de confianza, y de un afecto muy profundo. Le sonrío, sin aclararle que no lo reconozco ni sé que otras veces fueron.
Veo que tiene los pies metidos en el hueco del reflector. Ya no queda el vidrio, ni la rejilla, ni la lámpara, ni la conexión. Todo ha sido destruido, roto, robado.
–Tenga cuidado con esos cables sueltos… –le prevengo.
–Ya no tienen energía…–me responde– Están ahí, pero no sirven para nada. Como los recuerdos…
Hago un gesto comprensivo. No comento nada. El día está gris, la calle está gris, su cabello está gris. Y me desvío de la depresión, diciéndole:
–Desde la calle vi que estaba leyendo algo.
Me ofrece un papel mientras dice con amarga mueca:
–Sí… El certificado de mi muerte… ¿Quieres verlo?
En la vida vamos acumulando comprobantes de nuestra existencia. Es como si quisiéramos demostrar que existimos. Y que los demás nos den un documento que lo afirme.
Certificado de nacimiento. Libreta de estudios. Diplomas. Registros, Inscripciones. Títulos. Una cédula que diga que y quienes somos. Un pasaporte que nos permita mover.
Pero nadie puede tener ese documento. Solo los deudos.
Lo tomé por respeto. Era una hoja con el nombre de una compañía que desapareció hace mucho tiempo. Y fechado un día, un mes y un año de un tiempo pasado.
Ya estaba algo ocre y se notaban los dobleces de guardarlo y volverlo a abrir para releer otra vez más lo allí escrito. Una redacción pulcra, corta, oficial, determinante.
Un nombre, y luego: “concluyen sus servicios.”
Lo demás, sólo palabras huecas: reducción, reorganización, o cualquier otro eufemismo similar. Y, a lo sumo, un conciso y estereotipado agradecimiento.
–Esto es un aviso de cese. –le aclaro tontamente.
–De despido. –reafirma él– Ese día dejé de ser necesario, de ser útil, de producir… Ese día dejé de hacer… Y vivir es hacer… lo mismo un poema que una pared. Ese día… morí.
No sabía que decir. Le devolví el papel. Y, callado, me fui.
Lo dejé sentado sobre un reflector que ya nada alumbraba, sin vidrio, sin lámpara, con cables sueltos, sin energía, todo roto. De espalda a la gente. Releyendo un papel ajado.
Llegué a mi apartamento. Me miré en el espejo.
Reconocí la imagen que reflejaba.
Era la del viejo con quien había estado hablando.
Fui a un cajón y busqué una carpeta.
Saqué un documento.
Su fecha: muchos, muchos años atrás.
Volvía a guardarlo. No necesitaba leerlo.
Era mi certificado de muerte.