Aquel viejo Liceo Bauzá,
el de la avenida Agraciada...
Vengo de cobrar la jubilación en el Paso Molino. Por la ventanilla del ómnibus miro el arroyo Miguelete, su isla en el medio, el puente, los árboles esqueléticos. Es invierno
Al pasar la calle Zufriategui, dentro mío, algo me obliga a descender. Me levanto. Bajo por la puerta delantera. El chofer aguarda. Apoyo el bastón en la vereda. Estoy viejo.
Camino hasta la esquina. Voy a cruzar. Antes, bastaba con mirar ambos lados. Ahora hay un semáforo. Y está en rojo. Debo esperar. Mientras, miro la vetusta casona de enfrente.
Y, de pronto, sucede.
Veo decenas de jóvenes y muchachas entrando y saliendo del liceo, hablando y riendo, bajando y subiendo del tranvía.
Veo en el asfalto las paralelas vías, brillantes de tanto pasar las ruidosas ruedas y viniendo de tantos lugares.
Veo los cuadrados postes de hierro sosteniendo los tirantes del cable, la roldana del troley girando contra éste.
Veo una enredadera que salta desde la reja de la casona a uno de los postes para colgar violetas flores sobre la calle.
Cambia la luz del semáforo.
Y, todo desaparece.
Ya no hay vías, solo el gris cemento. Ya no hay tranvías, solo el olor de gasoil. Ya no hay jóvenes y muchachas riendo, solo seres a quienes les dimos una vida facilista.
Cruzo. Me debe apurar. Si cambia el semáforo algún coche puede arrollarme. Ahora la cortesía es por reglamento.
Llego a mi viejo liceo. Ni siquiera tiene el mismo nombre. La vieja puerta está clausurada. Del escalón de mármol solo queda un gastado y roto resto.
Apoyo mi pie en su borde. Pienso que parte de él quedó en los zapatos de mi juventud… y me ayudó a ir por la vida.
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Año 1945. Viernes 14 de Julio. Me largo frente al liceo con el tranvía en marcha. Y lo hago de espaldas, fanfarroneando.
No pienso. Soy joven. Estoy en tercer año. Hoy tengo clases que me gustan: Matemáticas, Literatura y, sobre todo, la de Química… la profesora es preciosa.
Entro al liceo. Delante la puerta del salón cuatro me reúno con la barra de compañeros. Pronto tendremos la semana de Vacaciones de Invierno. Estamos contentos.
Toca el timbre de comienzo de clase. Nos sentamos cada uno en su puesto y en aquellos pupitres para dos personas, de madera de cedro, con decenas de nombres tallados.
Llega la profesora. Todos nos ponemos de pie. Aún existe la educación. Y ella nos indica que nos sentemos con un mohín que será causa de sueños eróticos en los varones.
Hablamos de la materia, de las moléculas, de los átomos. Y alguien repite, como un loro, la definición:
–Átomo es la unidad más pequeña e indivisible…
Mirando el negro cabello de la hermosa mujer, interrumpo:
–Por ahora…
La clase lanza una carcajada. La profesora hace un gesto. Suena el timbre de salida. Los compañeros bromean.
Lunes 16 de julio de 1945. Sube al tranvía un pregonero gritando lo escrito en la primer página: ÁTOMO DIVIDIDO.
Llego al liceo. Hoy tenemos Química. La profesora entra al salón. Y me pregunta, risueña:
–¿Usted estaba en el proyecto de Álamo Gordo?
–No, señora. Es que no acepto eso de “no se puede hacer”.
Ella me mira de una manera especial… que yo la siento.
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Quito el pie del desgastado y roto escalón. Debe seguir mi camino. Me voy lentamente. Han pasado 65 años.
Sigo pensando igual.
Y… aún me emociono al recordar aquella mirada.
…ooOoo…
Rosalino Carigi
Montevideo, septiembre del 2010