Mis libros - Uruguay
Cuentos y escritos de Rosalino Carigi
lunes, 4 de enero de 2016
LA BARCA DE CARONTE Y OTROS LIBROS DE CUENTOS DE ROSALINO CARIGI
jueves, 7 de octubre de 2010
Aquel viejo Liceo Bauzá,
Vengo de cobrar la jubilación en el Paso Molino. Por la ventanilla del ómnibus miro el arroyo Miguelete, su isla en el medio, el puente, los árboles esqueléticos. Es invierno
Al pasar la calle Zufriategui, dentro mío, algo me obliga a descender. Me levanto. Bajo por la puerta delantera. El chofer aguarda. Apoyo el bastón en la vereda. Estoy viejo.
Camino hasta la esquina. Voy a cruzar. Antes, bastaba con mirar ambos lados. Ahora hay un semáforo. Y está en rojo. Debo esperar. Mientras, miro la vetusta casona de enfrente.
Y, de pronto, sucede.
Veo decenas de jóvenes y muchachas entrando y saliendo del liceo, hablando y riendo, bajando y subiendo del tranvía.
Veo en el asfalto las paralelas vías, brillantes de tanto pasar las ruidosas ruedas y viniendo de tantos lugares.
Veo los cuadrados postes de hierro sosteniendo los tirantes del cable, la roldana del troley girando contra éste.
Veo una enredadera que salta desde la reja de la casona a uno de los postes para colgar violetas flores sobre la calle.
Cambia la luz del semáforo.
Y, todo desaparece.
Ya no hay vías, solo el gris cemento. Ya no hay tranvías, solo el olor de gasoil. Ya no hay jóvenes y muchachas riendo, solo seres a quienes les dimos una vida facilista.
Cruzo. Me debe apurar. Si cambia el semáforo algún coche puede arrollarme. Ahora la cortesía es por reglamento.
Llego a mi viejo liceo. Ni siquiera tiene el mismo nombre. La vieja puerta está clausurada. Del escalón de mármol solo queda un gastado y roto resto.
Apoyo mi pie en su borde. Pienso que parte de él quedó en los zapatos de mi juventud… y me ayudó a ir por la vida.
::::::
Año 1945. Viernes 14 de Julio. Me largo frente al liceo con el tranvía en marcha. Y lo hago de espaldas, fanfarroneando.
No pienso. Soy joven. Estoy en tercer año. Hoy tengo clases que me gustan: Matemáticas, Literatura y, sobre todo, la de Química… la profesora es preciosa.
Entro al liceo. Delante la puerta del salón cuatro me reúno con la barra de compañeros. Pronto tendremos la semana de Vacaciones de Invierno. Estamos contentos.
Toca el timbre de comienzo de clase. Nos sentamos cada uno en su puesto y en aquellos pupitres para dos personas, de madera de cedro, con decenas de nombres tallados.
Llega la profesora. Todos nos ponemos de pie. Aún existe la educación. Y ella nos indica que nos sentemos con un mohín que será causa de sueños eróticos en los varones.
Hablamos de la materia, de las moléculas, de los átomos. Y alguien repite, como un loro, la definición:
–Átomo es la unidad más pequeña e indivisible…
Mirando el negro cabello de la hermosa mujer, interrumpo:
–Por ahora…
La clase lanza una carcajada. La profesora hace un gesto. Suena el timbre de salida. Los compañeros bromean.
Lunes 16 de julio de 1945. Sube al tranvía un pregonero gritando lo escrito en la primer página: ÁTOMO DIVIDIDO.
Llego al liceo. Hoy tenemos Química. La profesora entra al salón. Y me pregunta, risueña:
–¿Usted estaba en el proyecto de Álamo Gordo?
–No, señora. Es que no acepto eso de “no se puede hacer”.
Ella me mira de una manera especial… que yo la siento.
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Quito el pie del desgastado y roto escalón. Debe seguir mi camino. Me voy lentamente. Han pasado 65 años.
Sigo pensando igual.
Y… aún me emociono al recordar aquella mirada.
…ooOoo…
lunes, 19 de julio de 2010
Prefiero vivir más un día
La luz del semáforo cambia a verde. Aún así, cruzo la calle mirando en ambos sentidos. Recuerdo un joven intrépido. Ahora, si algo me arrolla será un carrito de barrendero.
Entro a la plaza por la rampa para las sillas de ruedas. Sin embargo, camino. Pero, evito el esfuerzo de subir el cordón. Además, temo tropezar al hacerlo. Los años pesan.
Lo veo debajo un árbol, en medio del pasto. Sentado en el pequeño muro de cemento del reflector que, desde el suelo, alguna época, alumbró las grupas del caballo de la estatua.
No mira hacia la acera donde pasa la gente, sino para la base del monumento. Lee un papel que tiene en sus manos. Y, cada tanto, levanta la vista gesticulando.
Gira la cabeza, se detiene, como observándome. Me acerco a él. Me mira tranquilo, esperando. Y con una voz resignada, triste, llena de lejanía, de tiempo, me dice:
–Creí que ibas a pasar de largo… como otras veces.
Hay cierto tono de reclamo, pero también de confianza, y de un afecto muy profundo. Le sonrío, sin aclararle que no lo reconozco ni sé que otras veces fueron.
Veo que tiene los pies metidos en el hueco del reflector. Ya no queda el vidrio, ni la rejilla, ni la lámpara, ni la conexión. Todo ha sido destruido, roto, robado.
–Tenga cuidado con esos cables sueltos… –le prevengo.
–Ya no tienen energía…–me responde– Están ahí, pero no sirven para nada. Como los recuerdos…
Hago un gesto comprensivo. No comento nada. El día está gris, la calle está gris, su cabello está gris. Y me desvío de la depresión, diciéndole:
–Desde la calle vi que estaba leyendo algo.
Me ofrece un papel mientras dice con amarga mueca:
–Sí… El certificado de mi muerte… ¿Quieres verlo?
En la vida vamos acumulando comprobantes de nuestra existencia. Es como si quisiéramos demostrar que existimos. Y que los demás nos den un documento que lo afirme.
Certificado de nacimiento. Libreta de estudios. Diplomas. Registros, Inscripciones. Títulos. Una cédula que diga que y quienes somos. Un pasaporte que nos permita mover.
Pero nadie puede tener ese documento. Solo los deudos.
Lo tomé por respeto. Era una hoja con el nombre de una compañía que desapareció hace mucho tiempo. Y fechado un día, un mes y un año de un tiempo pasado.
Ya estaba algo ocre y se notaban los dobleces de guardarlo y volverlo a abrir para releer otra vez más lo allí escrito. Una redacción pulcra, corta, oficial, determinante.
Un nombre, y luego: “concluyen sus servicios.”
Lo demás, sólo palabras huecas: reducción, reorganización, o cualquier otro eufemismo similar. Y, a lo sumo, un conciso y estereotipado agradecimiento.
–Esto es un aviso de cese. –le aclaro tontamente.
–De despido. –reafirma él– Ese día dejé de ser necesario, de ser útil, de producir… Ese día dejé de hacer… Y vivir es hacer… lo mismo un poema que una pared. Ese día… morí.
No sabía que decir. Le devolví el papel. Y, callado, me fui.
Lo dejé sentado sobre un reflector que ya nada alumbraba, sin vidrio, sin lámpara, con cables sueltos, sin energía, todo roto. De espalda a la gente. Releyendo un papel ajado.
Llegué a mi apartamento. Me miré en el espejo.
Reconocí la imagen que reflejaba.
Era la del viejo con quien había estado hablando.
Fui a un cajón y busqué una carpeta.
Saqué un documento.
Su fecha: muchos, muchos años atrás.
Volvía a guardarlo. No necesitaba leerlo.
Era mi certificado de muerte.
domingo, 18 de julio de 2010
Guáramo = Valor, entereza, coraje, arrojo, empuje.
Las automáticas puertas de vidrio se abrieron. El hombre pasó. Tras él arrastraba una diminuta maleta. Aún así, ésta tenía ruedas para no sentir el peso... Era viejo.
Avanzó por el ancho corredor. El hombre llegó a la calle. El resplandor del sol lo encegueció por un instante. El aire caliente le acarició el rostro... Y, se sintió bien.
Ató el bastón a la maleta. No le hacía falta. Ya no tenía el dolor en la rodilla. Se había acentuado por el frío dentro del enorme jet. Y había desaparecido al pisar tierra tropical.
Recordó muchos años atrás. Un avión de dos motores, un aeropuerto pequeño, un guardia abriendo la puerta, una valija grande, unos sueños aún más...
Miró los cerros en el horizonte. Seguían el entrevero de los ranchos multicolores. Miró la calle. Seguía el bochinche de seres alegres y de todas las tonalidades... Y, se sintió bien.
–¡Eh, señor!... ¿necesita algo?... ¿un taxi para la capital?..
La voz chispeante le sacó de su ensimismamiento. Estaba seguro que encontraría una cara pícara y morena. Así fue.
Le dijo que iría en el bus... y lo que venía a buscar.
–¡Ah, compadre!... El autobús está cerquita. –y le señaló– Lo otro... le va a costar encontrarlo... Suerte, catire.
El viejo sonrió. Había pasado mucho tiempo de cuando llegó. De cuando dejó de ser un señor más. De cuando se fue. Pero, aún era un catire, un compadre... Y, se sintió bien.
Y, llevando tras de sí la diminuta maleta, se dirigió al bus. Lo ayudaron a subir. Le dieron el mejor asiento. El pasaporte le permitía pasar por las aduanas. El bastón, entre la gente.
Una hermosa y atractiva mujer se sentó a su lado. Sería un agradable viaje. Él tenía tantas cosas para contar. Pero no le diría a que había vuelto...
Para eso… primero, tenía que volverlo a encontrar.
Al llegar a lo ciudad se dirigió a una redoma próxima a la universidad. Y en la bruma del ayer se vio a sí mismo, frente a las metralletas de la fuerza y arengando por utopías.
Al ver acercarse un muchacho, le dijo lo que quería.
–¡Maestro!... lo que usted busca no se ve a menudo. Dicen que antes había por bojote, pero ahora es difícil de hallar.
El hombre hizo una mueca triste. Le decía maestro por lo anciano, no por lo que él podía enseñar. Hoy los jóvenes sabían más que los viejos. Y siguió su búsqueda.
Tomó una buseta que lo llevó por una antigua carretera. Se bajó en un puente. Nada quedaba del monte donde tuvo que luchar contra naturaleza y culebras para levantar un galpón.
Un galpón que luego dio alimento a mucha gente. Y en el cual él, siendo joven idealista, peleó contra la hipocresía de los sindicatos como contra la avaricia de los patrones.
Se encaminó al botiquín cercano. Y, apoyado en la barra, recordando el frío de un revólver que pusieron en su sien y que él hizo bajar, le explicó al dueño su búsqueda.
–¡No, don!... –le respondió, sirviéndole una cerveza– De eso ya no queda más… Y menos vendría en botellas.
Hizo la mueca triste. Volvió a la carretera, tomó la buseta para la ciudad. Al llegar al Terminal subió hacia la plaza de aquel pueblo que el crecimiento había vuelto un barrio más.
Se sentó al lado de un negro canoso. Y cuando un negro tiene canas, es porque realmente es viejo. Le contó tras lo que había venido. Y que no lo podía hallar de nuevo.
El negro quedó viendo lejos. Luego se volteó, mirándolo de frente. Y con voz oliendo a tabaco, a ron, a verdad, dijo:
–Paisano… si lo perdió, nunca más lo va a encontrar. Eso, se tiene o no se tiene. El guáramo es algo que se lleva dentro.
El hombre se paró. Era inútil seguir buscando. Y, se fue por la bajada. Dejó la diminuta maleta. El negro la abrió:
Estaba vacía.
…oo0oo…
sábado, 17 de julio de 2010
Voy al ventanal. Miro, por el vidrio, el poste en la calle. Temperatura: 5º Hora 9:05. Me quito los abrigos de dormir y me pongo los de salir. Abro la puerta del apartamento.
Del corredor entra un aire congelante. Cierro y avanzo. Toco el botón del ascensor. Llega, pero lo veo pasar de largo hacia arriba. Lo deben haber llamado del piso diez.
Sonrío. Igual que la vida. Todos podemos pedir lo mismo, pero las cosas siempre van primero a los de arriba.
Regresa de vuelta con un vecino y su perro. El animal de cuatro patas tiene puesto un suéter de lana.
–¡Buen día, vecino!... ¿Todo bien?... –el dueño me saluda.
La pregunta implica una respuesta positiva. Además, es de mala educación quejarse. Y respondo, viendo el perro:
–Siempre bien… con frío… Pero, él va bien abrigadito.
–Claro. –asegura– Hoy en la madrugada había tres grados.
Llegamos a la planta baja y salimos a la galería del frente. Allí se crea un túnel donde corre el viento. Y ahora es polar.
A mi izquierda, delante la peluquería, sobre las baldosas, veo dos largos envoltorios cubiertos con frazadas y plásticos. Son dos pobres que han pasado la noche allí, a la intemperie.
Giro hacia el dueño del perro que se encuentra observando como éste recorre el cuidado pasto y lo abona.
–¿Vio?... –le digo, mordaz– Tenemos nuevos vecinos.
–¿Sí? –pregunta– ¿Cuándo se mudaron?... ¿En que piso?...
–Anoche… en el suelo. –y señalo con mi cara los bultos.
Los mira indiferente y de inmediato voltea su vista hacia la plaza buscando su abrigado perro, mientras afirma molesto:
–Ah, sí… no hay forma de evitarlos… les gusta vivir así.
Hago un gesto indefinido y nada digo. Pienso que es muy difícil que a alguien le agrade vivir de esa forma. Pero, por la convivencia, es mejor no contradecir.
Miro a la derecha. De la panadería en la esquina sale otro vecino. Se le nota feliz. Lleva una bolsa en la mano.
A pocos pasos de él, en la calle, un mendigo hurga en un contenedor de basura. Encuentra un trozo de pan. Lo limpia con sus sucios guantes. Y, sin más, empieza a devorarlo.
–¡Rico desayuno!... –comento cuando llega el de la bolsa.
–¡Gracias!... –responde– Son bizcochos recién horneados.
–Yo digo el de aquel… –y señalo con un gesto al hurgador.
El vecino gira la cabeza. Lo mira. Frunce la cara. Y asevera:
–No lo vi… ¡Como pueden llegar a comer esas porquerías!
Otra vez prefiero responder con una mueca indefinida.
De la plaza llega otro vecino más. Vive en el apartamento frente al mío. El del perro, llama al animal. Entramos todos al edificio. Subimos hablando el baladí tema del tiempo.
El de la bolsa baja en el primer piso. Saluda. Va apurado.
Al llegar a mi piso, el vecino del perro abre la puerta del ascensor. Salimos los que vivimos allí. Y el otro, nos alienta:
–¡Cuídense, vecinos!... Saludos a la familia.
Cierra. El vecino de enfrente queda conmigo. Mantiene su sonrisa formal. Lo miro, esquiva la mirada. Y digo, burlón:
–Tengo ochenta años: No puede tomar alcohol ni comer mucho ni hacer esfuerzos, no me dejan trabajar ni enseñar, si me preguntan es una dirección, si me miran es para darme el asiento... ¡Y aún me dice que me cuide para vivir más!
El vecino ríe forzado. Se despide. Y entra rápido a su casa.
Voy por el frío corredor hacia mi apartamento. Pienso que este vecino no vio la cruel ironía en lo que dije. Que el otro no había visto los vagabundos dormidos a la intemperie. Y el de los bizcochos, tampoco al hurgonero comiendo basura.
Sin embargo, todos, al encontrarse preguntan si el otro se siente bien, y el despedirse envían saludos a los familiares.
O sea, sólo distinguen a los que están cerca. Y comprendo.
Socialmente, los vecinos son miopes…
…ooOoo…